RETRETE
No tenía otra opción que subir a la azotea, y entonces me dirigí hacia la escalera.
La azotea abierta a los rayos del sol o al frío de las noches, recibía los vientos por sus cuatro lados descubiertos. Era un tercer piso con algunos materiales de construcción y cosas en desuso que se avientan desordenadamente, a veces sin llegar a ella, es decir, desde los últimos peldaños de esa también provisional escalera de madera. «A la azotea», decíamos con esa plancha vieja sin remedio, con la lámpara mastodónica o con los radios antiguos que al fin se renovaban. Azotea de zapatos inservibles, armazones de bicicletas, ladrillos, bolsas de cemento, y hasta de costales con libros, después de «arreglar» la biblioteca y ver que ya no había espacios en los anaqueles. Ah, cocinas destartaladas, herramientas varias, y hasta un aroma de geranios desde algunas macetas, ...y todo esto entre mangueras, mesas, sillas y cajas con cachivaches...
¡Pero qué claras se ven las estrellas desde arriba! Me embelesan las estrellas y la luna; recuerdo que mi madrastra me elevaba en sus brazos; yo tendría dos años, quizá; « ¿Ahora ves al burríto y a San José?», preguntaba soltando las risas que más burlonas no podían ser. Mas la luna seguía siendo la misma, inmóvil, pensativa. Yo descendía confundido porque por más esfuerzos que hacía por divisar al burro y a San José, veía sólo unas manchas indecisas, que hasta ahora prevalecen, tal vez como lo único y lo más valioso que poseo. Eso fue en Tacna, donde nací.
También solía subir a la azotea para recibir al sol en días invernales —esto es ya de viejo—, en nuestra casita que se yergue con sus ropas tendidas, en cordeles templados con la esperanza de acabar la construcción que nunca empieza, y que si empieza nunca acabará. Así pasamos una buena cantidad de primaveras, rodeados de edificios que acaso critican a este último piso inconcluso que se abre como una flor desamparada.
Pero llega el agua hasta arriba; cómo no iba a llegar ese vital elemento. Sí, llevamos el agua para que fluya en un macizo lavadero de cemento, y entonces la ropa se tendía ahí mismo donde se lavaba, sin tener que subirla en pesados baldes y lavatorios.
Las ilusiones de tener otro baño nos hicieron plantar ahí un excusado, que si bien funcionaba, no se usaba, puesto que no existían paredes que lo cubran. Habíamos comprado, con los mismos deseos y más esfuerzos, un juego de ducha y lavabo de igual color, para que duerman a la espera de mejores tiempos en que pudiesen instalarse como el retrete.
Pues bien, fue una vez como cualquiera, en que las plantas se aproximaban al sol con lentitud y paciencia, ¡paciencia que tanta falta nos hace! Un día en que los movimientos del mun¬do eran los de siempre: terremotos, ciudades inundadas, asalto a un banco; nace el bebe más gordo del mundo y el perro más diminuto; se prueba una vacuna contra el cáncer y otra contra el sida. Nada extraordinario hasta ese medio día en que retornaba a casa con uno de esos cólicos y deseos de sentarme ¡ya!, en el bendito reservado...
Nuestros servicios higiénicos están en el segundo piso, y en el primero no contamos sino con el viejo proyecto de también tenerlos. Volvía urgido de la calle y sólo pensaba en esa cosa inventada por los humanos para sentarnos en privado, y hacer... bueno, no sé cómo decirlo, pero era eso: tenía que sentarme urgente mientras me acercaba más y más hasta mi casa. Mentalmente me veía subiendo apurado por las escaleras, que partiendo de la primera planta, me llevarían a la sala del baño, ¡pero qué sufrimiento, Dios mío!... ¡Cuándo llegaré a mi casa!...
Iba en el ómnibus, soportando el dolor más atroz y la necesidad más apremiante que jamás habrá otra igual ni parecida. Cuando trabajaba en el Telégrafo de Lima, el telegrafista Oscar Muñoz que volvía del baño, al sentarse a la máquina de mi costado para seguir descifrando telegramas, me dijo «¡Qué rico es cagar!... ...todo se puede aguantar, menos cagar!». Y ese mi colega añadió que el hambre puede esperar, y que el sexo también puede esperar. Su rostro era de complacencia y reanudó su trabajo, más entonado consigo mismo, satisfecho, como si librándose de la muerte hubiera recibido un nuevo aliento de vida.
El vehículo avanzaba lentamente: se diría que todo confabulaba para aumentar mi martirio. ¡Qué horrible sensación! ¿Cómo describirla? Imposible. Ya era inaplazable el desenlace y la vergüenza. ¿Por qué habría nacido? De existir el infierno, de hecho no ha de ser tan infernal como este deseo perentorio, ...y reprimido.
La azotea abierta a los rayos del sol o al frío de las noches, recibía los vientos por sus cuatro lados descubiertos. Era un tercer piso con algunos materiales de construcción y cosas en desuso que se avientan desordenadamente, a veces sin llegar a ella, es decir, desde los últimos peldaños de esa también provisional escalera de madera. «A la azotea», decíamos con esa plancha vieja sin remedio, con la lámpara mastodónica o con los radios antiguos que al fin se renovaban. Azotea de zapatos inservibles, armazones de bicicletas, ladrillos, bolsas de cemento, y hasta de costales con libros, después de «arreglar» la biblioteca y ver que ya no había espacios en los anaqueles. Ah, cocinas destartaladas, herramientas varias, y hasta un aroma de geranios desde algunas macetas, ...y todo esto entre mangueras, mesas, sillas y cajas con cachivaches...
¡Pero qué claras se ven las estrellas desde arriba! Me embelesan las estrellas y la luna; recuerdo que mi madrastra me elevaba en sus brazos; yo tendría dos años, quizá; « ¿Ahora ves al burríto y a San José?», preguntaba soltando las risas que más burlonas no podían ser. Mas la luna seguía siendo la misma, inmóvil, pensativa. Yo descendía confundido porque por más esfuerzos que hacía por divisar al burro y a San José, veía sólo unas manchas indecisas, que hasta ahora prevalecen, tal vez como lo único y lo más valioso que poseo. Eso fue en Tacna, donde nací.
También solía subir a la azotea para recibir al sol en días invernales —esto es ya de viejo—, en nuestra casita que se yergue con sus ropas tendidas, en cordeles templados con la esperanza de acabar la construcción que nunca empieza, y que si empieza nunca acabará. Así pasamos una buena cantidad de primaveras, rodeados de edificios que acaso critican a este último piso inconcluso que se abre como una flor desamparada.
Pero llega el agua hasta arriba; cómo no iba a llegar ese vital elemento. Sí, llevamos el agua para que fluya en un macizo lavadero de cemento, y entonces la ropa se tendía ahí mismo donde se lavaba, sin tener que subirla en pesados baldes y lavatorios.
Las ilusiones de tener otro baño nos hicieron plantar ahí un excusado, que si bien funcionaba, no se usaba, puesto que no existían paredes que lo cubran. Habíamos comprado, con los mismos deseos y más esfuerzos, un juego de ducha y lavabo de igual color, para que duerman a la espera de mejores tiempos en que pudiesen instalarse como el retrete.
Pues bien, fue una vez como cualquiera, en que las plantas se aproximaban al sol con lentitud y paciencia, ¡paciencia que tanta falta nos hace! Un día en que los movimientos del mun¬do eran los de siempre: terremotos, ciudades inundadas, asalto a un banco; nace el bebe más gordo del mundo y el perro más diminuto; se prueba una vacuna contra el cáncer y otra contra el sida. Nada extraordinario hasta ese medio día en que retornaba a casa con uno de esos cólicos y deseos de sentarme ¡ya!, en el bendito reservado...
Nuestros servicios higiénicos están en el segundo piso, y en el primero no contamos sino con el viejo proyecto de también tenerlos. Volvía urgido de la calle y sólo pensaba en esa cosa inventada por los humanos para sentarnos en privado, y hacer... bueno, no sé cómo decirlo, pero era eso: tenía que sentarme urgente mientras me acercaba más y más hasta mi casa. Mentalmente me veía subiendo apurado por las escaleras, que partiendo de la primera planta, me llevarían a la sala del baño, ¡pero qué sufrimiento, Dios mío!... ¡Cuándo llegaré a mi casa!...
Iba en el ómnibus, soportando el dolor más atroz y la necesidad más apremiante que jamás habrá otra igual ni parecida. Cuando trabajaba en el Telégrafo de Lima, el telegrafista Oscar Muñoz que volvía del baño, al sentarse a la máquina de mi costado para seguir descifrando telegramas, me dijo «¡Qué rico es cagar!... ...todo se puede aguantar, menos cagar!». Y ese mi colega añadió que el hambre puede esperar, y que el sexo también puede esperar. Su rostro era de complacencia y reanudó su trabajo, más entonado consigo mismo, satisfecho, como si librándose de la muerte hubiera recibido un nuevo aliento de vida.
El vehículo avanzaba lentamente: se diría que todo confabulaba para aumentar mi martirio. ¡Qué horrible sensación! ¿Cómo describirla? Imposible. Ya era inaplazable el desenlace y la vergüenza. ¿Por qué habría nacido? De existir el infierno, de hecho no ha de ser tan infernal como este deseo perentorio, ...y reprimido.
No sé dónde he leído que algunos tratadistas afirman que no hay mayor placer que defecar... Ay, pero ya no aguanto más... No creo que pueda ni andar con esta tensión álgica y tormentosa, como para bajar en esta esquina y entrar a un restaurante, a una tienda cualquiera, a un mingitorio.,. No, no creo que mis piernas sean capaces de sostenerme.
¿Por qué ha sido creada la vida con esta espantosa experiencia de no poder esperar ni un segundo más?...
¡Ya!... ¡Ya!...
¿Ya qué?
No, no; ya dije que no puedo decirlo... Pero ya... ...ya no aguanto más...
No sé cómo, pero llegué hasta mi casa, andando apenas, como un paralítico que saliera de su silla de ruedas, desencajado por la angustia del imperioso deseo. Con mi desesperación toco la puerta principal: el mundo para mí no existe sino ese cuarto privado, íntimo, acogedor, suavemente perfumado.
Me abren la puerta, y entro atropelladamente y sin hablar, como un loco perseguido por el diablo, aunque con la promesa inmediata del alivio. Abordo las escaleras para el segundo piso... ¡casi no podía subir!
Cuando me faltaba escasos metros para ingresar al baño, uno de mis hijos, saliendo rápidamente de su cuarto, entra al recinto de mis sueños, y ahora el baño se cierra casi en mis narices: era evidente que ignoraba mi premura.
La política, las leyes y reglamentos en la casa, son sagrados: nadie debe apurar a nadie cuando está ocupado, como nadie abre las cartas de nadie, no nadie busca ni rebusca en las cosas de nadie: el respeto personal es lo máximo, como norma supletoria a la carencia de dinero y otras comodidades.
Levanté mi brazo para traer abajo la puerta: para destrozarla irracionalmente, como un jabalí enfurecido...
Más pudieron los principios firmemente establecidos, en esa malvenida costumbre de respetar la intimidad, y no toqué. Mis órganos se aflojaban, como si advirtiesen la cercanía y la inminencia... Sí, la carrera iba a terminar...
Justo a mis espaldas se levantaba la precaria escalera de madera que conducía a la azotea... ¡¡ Ahí hay un water!!...
Pero ya no daba más: el extraordinario esfuerzo de retención había minado de tal manera mi cuerpo, que me sentía incapaz de subir otra escalera. No llegaría a tiempo, además.
Tenía que decidir sin perder un segundo: no me gusta la bacinilla: me vería humillado, más insignificante que un gusano apestoso, doblado en cuatro y con la expresión de chupar un limón. ...¡Sólo me quedaba subir!
Ascendiendo dificultosamente, a media escalera aflojé la correa de mis pantalones, pues ya se abría la pequeña y redonda puerta falsa que todos tenemos: esfínter; nominación diplomática, eufemística, científica... Ah, la ciencia, la ciencia... Recuerdo que cuando llevé a mi hermano con dolores de estómago al hospital, y pregunté a un joven médico qué es lo que tenía mi hermano, el galeno dijo: «Las propiedades organolépticas de los detritus proximales del duodeno, resultan a la endoscopía y anamnesia, la casuística etiológica yatrogénica de la entidad nosológica». Lo que era, traducido al español, significaba que al paciente le dolía la barriga por haber tomado una medicina por otra. Ah, los profesionales jóvenes...
Con las justas llegaba a la terraza abierta al cielo y a decenas de ventanas de edificios circundantes. Me restaba centésimos de segundo, y ya con mis pantalones abajo me dejé caer sobre el water. En el vertiginoso trayecto final, pude levantar para cubrirme, un cuadro grande, recogiéndolo a la volada, con la precisión que envidiaría el más ágil deportista. Era una pintura que había permanecido muchos años en mi Escritorio, pero que de tanto verla, un día se nos ocurrió tirarla a la azotea, y a nadie le importó si se achicharraba bajo el polvo y el sol.
Había pasado el momento más duro y yo me encontraba sentado en mi trono, sosteniendo con ambas manos el gran cuadro, para protegerme de las miradas de las ventanas; y no podía levantarme por varias razones: primero porque no había terminado; segundo, porque aún no me reponía del desgaste físico ni de la presión psicológica; y tercero porque no tenía idea de cómo salir de ahí, si no había tenido tiempo para quitarme el terno, y ridículo como estaba, debía girar el lienzo constantemente, para que no me vean desde los cuatro costados. Parecía un experto camarógrafo que centraba la cámara fotográfica o de cine, con proyección a los edificios, por donde iban asomando los invitados especiales.
Soy un hombre tan impresionable, que no encuentro mejor ayuda que un bello grabado, verde por sus paisajes naturales, con la frescura del río y lugares apacibles, donde paseen vacas o gallinas. Con montañas al fondo o en ambos lados, un rancho acogedor y hermosos árboles. A veces un precipicio, o un angosto sendero que baja desde la cordillera, con algunas llamas y un pastor que madruga... Siempre, siempre, son los tonos de la naturaleza lo que me anima y disipa mis amarguras y mis penas. Más o menos así era este bello dibujo, que suplantado hace un buen tiempo, ahora me servía de escudo protector.
Pues bien, me dispuse a relajarme; a contemplarlo otra vez en su belleza de conjunto, en su armonía de colores, con la seguridad de calmar mis nervios, de alcanzar el sosiego, la tranquilidad de mi espíritu, esa paz interior... ¡¡Pero horror de horrores!!
¡¡Lo que mis manos aprisionaban era sólo el marco, pues la tela ya se había desprendido!!... El marco ancho, todavía conservaba sus distingos barrocos y chispazos de pan de oro, pero así solitario no podía disimular, en tanto que las ventanas se poblaban de curiosos, y para mi mala suerte ese día no había ni un pañuelo tendido.
No sé qué diablos me pasó, pero opté por inmovilizarme al centro del marco, para aparentar una pintura, mientras aumentaban los curiosos. Inmóvil como estaba, alcancé a ver unos prismáticos que me enfocaban, y no tuve otra salida que moverme para cubrir mi vanguardia baja con la camisa.
El gran marco caía cuando le retiraba una mano. En todo caso, «es una pintura movible», pensé para darme ánimo. Abrí desmesuradamente la boca y saqué la lengua como para ahuyentar a las tribunas, y todas las carcajadas del mundo se elevaron para siempre hasta las estrellas.
Sentí frío por la retaguardia, y en el colmo de la imbecilidad se me ocurrió colocar el rectángulo atrás: «Si Dalí pinta con nalgas de mujer, por qué no puede existir una pintura así», pensé, poniéndome otra vez quieto.
Consciente que en esa postura no podía durar mucho, creí que era mucho marco para mostrar apenas un par de melones; y sin embargo la exposición pictórica resultaba un triunfo, por la asistencia masiva de aficionados, que al estilo de un gigantesco coliseo, admiraban, quizá por primera vez, los lienzos virtuales y tridimensionales del arte moderno.
No había ninguna ventana sin cabezas, como en los desfiles o marchas triunfales de ejércitos vencedores. Esperar a que se internen en sus casas, o a que caiga la noche, era demasiado. Y por eso, habiendo cumplido mi faena, tuve que ponerme de pie para el aseo, y los pantalones se me escapaban por el hecho de tener sólo dos manos y sujetar aún el marco.
Me equivoqué al juzgar que el público sería escrupuloso y que se retiraría. No me detuve en considerar, que habiendo agotado las localidades, no se irían hasta el final del espectáculo.
Entonces en el clímax de mis alocadas improvisaciones, no tuve otra idea que agradecer a la distinguida concurrencia, y quitándome el sombrero —aquí me conocen con sombrero—, repartí venias a los cuatro vientos, recibiendo las más estruendosas ovaciones que haya oído en mi vida.
En vista del éxito obtenido, repetí una vez más mis respetuosos saludos de agradecimiento, y nuevamente los palcos y las plateas altas estallaron en aplausos.
Finalmente, adoptando un paso elegante, garboso, lento y acompasado, me dirigí siempre entre aplausos, hacia la escalera, abandonando el escenario.
Raúl Gálvez Cuéllar
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