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sábado, 22 de diciembre de 2018

CUENTO CORTO DE RGC: "DIEZ PUNTOS"


                                                                   DIEZ  PUNTOS

Fui a dar examen de puntería para obtener permiso de manejar arma de fuego. Entre muchos postulantes y cuando manipulaba mi revólver, se me escapa un disparo. Tuve miedo y desconcierto en medio del alboroto general

No sabía dónde esconderme cuando llega el Comandante Jefe de la Policía y pregunta ¿Quién disparó?. Luego dirigiéndose a mí, inquiere ¿Ud ha sido?

-Sí. -dije apenas, haciendo un esfuerzo y temblando de dudas.
-¡Excelente!. ¡Denle su Certificado de Aprobado y continúen con el resto! -ordenó el Comandante antes de retirarse.

Había ocurrido que el disparo no deseado había  impactado en el mismo centro de uno de los círculos dispuestos para el tiro al blanco.
                                                     (   DEL LIBRO "COLECCIÓN DE CUENTOS PARA SONREÍR" )  

lunes, 3 de octubre de 2011

POESÍA, DÉCIMAS, CUENTOS Y PENSAMIENTOS.

Agradezco de corazón a las Personalidades del mundo literario que me honran al visitar este Blog.
¿Qué más puedo decir?.
Quizá adelantar algunos aforismos de mi próximo libro "Poesía, Décimas, Cuentos y Pensamientos". Y un relato asimismo inédito del mencionado contexto.
Otra vez gracias por vuestra amable paciencia.
                              raul galvez cuellar,
                      Lima, 03 de octubre de 2011

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# Para no hablar barbaridades como mucha gente, los animales prefieren callar.

# Lo más difícil en este mundo, pero lo más placentero, es ser un hombre de verdad.

# La muerte se acuesta contigo pero nunca duerme.

# La mayoría de los políticos debe terminar bailando el solitario (en la horca).

# La vejez es prepararse para morir joven.

# Nunca esperes premios y haz lo que debes hacer. Hay gente más valiosa que tú, que jamás tuvieron reconocimientos y que sin embargo persisten hasta el fin en el camino correcto.

# Arquímedes no conoció al colibrí.

# ...Y para los pocos que no sintonizan esta onda, les recordaré que Arquímedes dijo "Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo".

# El médico no abandona al enfermo   ...hasta su final.

# La justicia si no es ciega, padece de ictericio, cataratas y glaucoma.

# No es que los zapateros tengan un trabajo muy bajo.

# Muy lejos están los jóvenes de saber que la vejez es la mejor etapa.

# A la juventud digo que si nunca abandonan sus sublimes ideales, tendrán una vejez feliz.

# ...Porque ser viejo equivale a repasar las fases de tu infancia y de tu juventud.

#, No es cierto que los payasos nos hacen reír sólo en las Fiestas Patrias, porque en el "Congreso de la República" funciona todo el año el más divertido zoológico.

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                                    SÁLVESE QUIEN PUEDA

Sobre los setentas fui designado por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones para seguir un Cursillo de Defensa Civil.  Me acompañaba  -por el Correo-, el psicólogo Temístocles Armendáriz, Director de la Escuela Superior de Comunicaciones, de modo que éramos dos los representantes del mencionado Sector, a donde asimismo asistían dos delegados de cada Ministerio.

Este curso del más alto nivel se desarrollaba en el cuarto piso del Edificio Córpac, sede del Ministerio del Interior. Las conferencias fueron interesantes porque eran ofrecidas por los más destacados expertos internacionales del momento, como sismólogos, vulcanólogos, geólogos, etc., pasándose películas de terremotos o de incendios donde las víctimas se lanzaban por las ventanas para no despedirse de este mundo como chicharrón.

Ahora sí al meollo del relato: daba su charla el coronel no sé cuántos, nada menos que el Jefe del Sistema de Defensa Civil, cuyo nombre ahora no recuerdo,  ¡coronel tenía que ser!!  ... y qué cara dura que me estoy volviendo, cuando ni pido disculpas. Pero ojito, ojito, que ya verán que será fácil identificarlo por los sucesos que entonces ocurrieron.

El coronel de marras explicaba las características de los sismos desde los grados 2, 3, 4, 5, 6, etc., así como sus efectos y órdenes a impartir a la población, haciendo referencia a las escalas de Richter y de Mercalli en cuanto a la intensidad y magnitud.

No sé si es buena o mala suerte la mía, porque en estos instantes del 24 de agosto del 2011 en que trazo estas líneas en mi Stand del Bulevar de los Autores de la Casa de la Literatura Peruana (el reloj marca un par de minutos pasado el medio día), Lima es sacudida con un temblor mientras la radio anuncia un terremoto en nuestra Selva.

Ahora sí regreso y dejémonos de tanto retruécano: el Coro en su discurso se creía un sabio difundiendo sus "conocimientos" sobre derrumbe de edificios, caída de puentes, roturas de tuberías subterráneas...

- En este orden ascendente, -seguía el coronel de ejército-, llegamos al grado diez y sucesivos con efectos de cataclismo, donde la orden a impartir es "sálvese quien pueda".
Ni bien terminaba esta última palabra, Lima se remece con el famoso terremoto del tres de octubre del setentaicuatro, que alcanzara 6.6 grados de magnitud.  E inmediatamente el militar muerto de miedo sale corriendo de la sala gritando como un loco  ¡¡¡ SÁLVESE QUIEN PUEDA !!!.
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Nota.-  Y nada más porque mis relatos deben ser cortos para no aburrir, pero lo cierto es que este sismo del 74 fue atroz porque parecía que se partía la Tierra mientras estallaban los vidrios y vitrales que caían estrepitosamente desde las alturas por la claraboya del edificio. Al psicólogo Armendáriz tuve que sostenerlo para que no se desmaye, la gente oraba de rodillas como si se tratara del fin del mundo.
Para ir a mi casa del distrito de Barranco, fue otro cantar, no se veían las calles debido a la polvareda levantada ante el derrumbe de las casas antiguas.. Ahora sí pongo freno de mano.

                                                 Raúl Gálvez Cuéllar
  

viernes, 20 de agosto de 2010

EL VISITANTE

Fue el mismo día en que llegué a Cajamarca, donde Francisco Pizarro ordenó ejecutar al último Monarca del Imperio de los Incas.
Fui destacado a trabajar como telegrafista del Estado, a esa ciudad de añejas y amplias casonas, donde flota el misterio de tantos episodios entre los incas y la aventura de los españoles.

Mucho había oído hablar de los muertos que resucitaban, y que en la soledad de las noches, acosaban a los campesinos. Había escuchado relatos sobre cadáveres salidos de sus tumbas; y que del subsuelo subían ruídos de cadenas hasta que la gente enloquecía de terror.

Incrédulas sonrisas ensayaban mis labios cuando me contaban esas historias, que yo atribuía a la ignorancia y estupidez. En vano mis colegas se afanaban en narrarme, justo el día de mi llegada, tan insólitas experiencias y combates singulares entre seres de este mundo y del otro, puesto que nada me haría pensar que sería protagonista de tan extraños sucesos.

II

Era de noche y me encontraba solo en una inmensa casa, de la cual me tocaba ocupar un cuarto con puerta a la calle. Remplazaba al telegrafista Ricardo Bado, a quien trasladaron a Trujillo, y tuvo la cortesía de trasladarme el alquiler. Como el servicio de agua estaba muy distante, había cual centilena en la cabecera de mi cama, un rústico palanganero de hotelucho, que sostenía una desportillada cofaina, con su jabonera y su toalla colgante, mientras una jarra con agua descansaba en su parte inferior. Antes de acostarme tranqué la puerta con un tronco de eucalipto que ahí mismo encontré, porque esa sería su función.

Cansado por los ajetreos del viaje y por esas cosas que nos distraen siempre que llegamos a sitios desconocidos, me desplomé en el catre de fierro, cuyas patas se hundían en el piso de tierra. Ingresé a las profundidades del sueño fisiológico, que nadie sabe por qué designios existe.

Habrían pasado dos o tres horas, o sería media noche, cuando de súbito desperté, sobresaltado por extraños sonidos. A medida que tomaba conciencia, recordaba que ese día había viajado largo; y que tramontando “El Gavilán”, ya estaba en Cajamarca: ¡Oh Cajamarca, ciudad de las leyendas!.

Pero he aquí … ¿y estos ruídos?... Se oía, en el hondo silencio de la noche, el claro e inconfundible chapotear del agua, ¡¡en mi cabecera!!, ¡¡en el lavatorio situado a centímetros de mi cama!! …¿Qué?...

¿Quién se está lavando aquí a estas horas, a oscuras? No hay duda. No puede haberla: alguien se lava en la cofaina, ¿pero quién?... Ah, será un sueño de esos que parecen reales y que me transportaban a otras realidades… pero no, no puede ser eso porque ahora siento un miedo humano. Lo que pasa es que me han contado tantas rarezas, que estoy sugestionado. ¿Fantasmas? ¡jamás creí en eso! ...Pero entonces…
Paralelamente a mis razonamientos afiebrados, continuaba el nítido chapaleo, como para dar fe a la tétrica realidad. Me pellizqué hasta sangrar.

Temblada desde la punta de los pies hasta el último pelo de mi cabeza. Finalmente y ante la evidencia de los hechos, descarté definitivamente la hipótesis del sueño, y decidí enfrentarme a la estremecedora verdad.

Hasta ese momento había permanecido totalmente cubierto con las frazadas, debido al intenso frío. Más armándome de valor, y ya fuese quien fuese, -me dije-, trataré de verlo... Y apartaba de mis ojos la ropa de cama, muy lentamente, a la velocidad de las sombras solares… Mi curiosidad desembocó en un horrible salto: mi cara recibió un chorro de agua helada… Como si me dijeran: -¿qué miras, desgraciado ser de los vivos?.

Para qué decirles que a partir de entonces tuve el pánico más horripilante que se pueda imaginar: mi temblor se hizo convulsión epiléptica e impía. Me era imposible dudar porque el líquido helado me dejaba absolutamente despierto. Instintivamente volví a cubrir mi rostro, mientras escuchaba, con horror creciente, que el “muerto” seguía lavándose las manos, la cara, sus brazos tal vez.

Cada segundo era una eternidad, y mi visitante no terminaba de lavarse; continuaba el lacerante chacoloteo. Pero ¡qué manera de asearse! ¡y a estas horas! El ruido inmisericorde y desarticulado taladraba mi cerebro esa noche espantosa.

¿Por qué no cesaba tan torturante circunstancia?, sea quien fuera, ¿por qué no acababa de una vez?... Pero acabar ¡¿qué?!... Esto es absurdo: absurdo y cierto. Estoy ante un fenómeno sobrenatural. ¿Será el Inca Atahualpa?...

Tras enfermizas reflexiones llegué a la conclusión de considerar verídicas las historias de resucitados, y nada era más cuerdo, si aquí mismo se refrescaba el espectro de un indio o de un soldado español.

Asperjado todavía, me sentía humillado por la insolencia del espantajo; cuando de pronto me acordé que en Cajamarca era la temporada de carnavales en que predomina el juego con agua. Entonces creí que lo más atinado era, como una cortesía de mi parte, levantarme, coger la jarra con agua, y ¡zas!... bañar al fantasma, correspondiendo así su invitación a los festejos carnavalescos.

Y calculando la distancia hacia la jarra, extendí mi brazo en la oscuridad, pero fui sujetado a la altura de la muñeca, por una mano que parecía de fierro (y helada), al mismo tiempo que recibía en mi nuca un leve rocío. Logré zafar, y enterado de la puntería de mi compañero de juego, atrapé la jarra cuando otra suave lluvia chicoteaba mi cuello. Fácil era presumir que mi “contrincante o amigo” tenía el lavatorio, puesto que yo tenía la jarra. Y también que no era su intención empaparme, sino entretenerme, lanzándome certeras gotas. Seguí su ritmo, salpicándolo con mi derecha, y sosteniendo la jarra con la izquierda. Simultáneamente debía evitar ser alcanzado; y entonces iniciamos una danza macabra en el oscuro, a los acordes de débiles chirridos que articulaba el fantasmagórico. El sonido era tan extraño que no puedo describir, pero si afirmar que no eran de este mundo.

Queridos lectores, ustedes al leer estas líneas, posiblemente están cómodamente instalados; pero otra cosa es haber estado en el mismo escenario de los hechos. Yo tenía que correr para no ser rociado con la precisión de un ser invisible, y que tenía la ventaja de ver en la noche; y no tenía otra alternativa que saltar como un arlequín desaforado, tropezando con lo que había, resbalando una y otra vez en el charco tenebroso, enredándome con mi propia ropa que caía de los clavazos afianzados en viejos troncones.

Desde la más ridícula posición (y orientado siempre por la rara sinfonía), lancé resueltamente el agua que me restaba. Y entre colérico, asustado y satisfecho de tanto disparate, volví a mi cama.

Ya no se oía el ruído de ultratumba, pero cuántas cosas imaginé esa noche!: ah, cuando amanezca, empezaré la tarea de desenterrar el Tesoro del Inca, ¿Cuántos días emplearé?, ¿semanas?, ¿meses? ¿Avisaré a mis colegadas del Telégrafo? ¿Lo hago en secreto?.... Y si no hay nada, me tildarán de ambicioso, iluso, y mentiroso. Sería la vergüenza y el hazmerreír… Creyéndome loco, me regresarían a Lima para internarme en el Larco Herrera.

Y perdido en turbulentes proyectos, retomé el sueño.

V.

Con los primeros rayos del sol cajamarquino desperté en la mañana. A las ocho horas empezaba mi turno en el circuito con Lima, y el Correo estaba a la vuelta de la esquina. Lo primero que recordé fue la noche de horror. Tenía tiempo para pensar, durante del desayuno, lo que haría respecto del tesoro. El terreno no parecía duro, y vi mentalmente a un grupo de lugareños, bajo anchos sombreros de paja, cavando pico en mano… Innumerables piezas de oro puro, de incalculable valor, máscaras, brazaletes, pendientes, variedad de joyas preciosas que darían envidia al hombre más rico del mundo… Yo, naturalmente, dirigía las operaciones y ordenaba el tesoro. Mi dinero en los bancos de Suiza me permitiría viajar por la más bellas y exóticas ciudades.

Pero de mi pensamiento a la realidad no había ni un paso: en el lavatorio vi … un pericote ahogado.


«Escrito en Cajamarca, en 1954, antes de cumplir mis 20 años, y que originó mi frase "Un pericote me hizo escritor"».

R.G.C.

lunes, 28 de septiembre de 2009

De "Cuentos para sonreír": RETRETE

RETRETE

No tenía otra opción que subir a la azotea, y entonces me dirigí hacia la escalera.

La azotea abierta a los rayos del sol o al frío de las noches, recibía los vientos por sus cuatro lados descubiertos. Era un tercer piso con algunos materiales de construcción y cosas en desuso que se avientan desordenadamente, a veces sin llegar a ella, es decir, desde los últimos peldaños de esa también provisional escalera de madera. «A la azotea», decíamos con esa plancha vieja sin remedio, con la lámpara mastodónica o con los radios antiguos que al fin se renovaban. Azotea de zapatos inservibles, armazones de bicicletas, ladrillos, bolsas de cemento, y hasta de costales con libros, después de «arreglar» la biblioteca y ver que ya no había espacios en los anaqueles. Ah, cocinas destartaladas, herramientas varias, y hasta un aroma de geranios desde algunas macetas, ...y todo esto entre mangueras, mesas, sillas y cajas con cachivaches...

¡Pero qué claras se ven las estrellas desde arriba! Me embelesan las estrellas y la luna; recuerdo que mi madrastra me elevaba en sus brazos; yo tendría dos años, quizá; « ¿Ahora ves al burríto y a San José?», preguntaba soltando las risas que más burlonas no podían ser. Mas la luna seguía siendo la misma, inmóvil, pensativa. Yo descendía confundido porque por más esfuerzos que hacía por divisar al burro y a San José, veía sólo unas manchas indecisas, que hasta ahora prevalecen, tal vez como lo único y lo más valioso que poseo. Eso fue en Tacna, donde nací.

También solía subir a la azotea para recibir al sol en días invernales —esto es ya de viejo—, en nuestra casita que se yergue con sus ropas tendidas, en cordeles templados con la esperanza de acabar la construcción que nunca empieza, y que si empieza nunca acabará. Así pasamos una buena cantidad de primaveras, rodeados de edificios que acaso critican a este último piso inconcluso que se abre como una flor desamparada.

Pero llega el agua hasta arriba; cómo no iba a llegar ese vital elemento. Sí, llevamos el agua para que fluya en un macizo lavadero de cemento, y entonces la ropa se tendía ahí mismo donde se lavaba, sin tener que subirla en pesados baldes y lavatorios.

Las ilusiones de tener otro baño nos hicieron plantar ahí un excusado, que si bien funcionaba, no se usaba, puesto que no existían paredes que lo cubran. Habíamos comprado, con los mismos deseos y más esfuerzos, un juego de ducha y lavabo de igual color, para que duerman a la espera de mejores tiempos en que pudiesen instalarse como el retrete.

Pues bien, fue una vez como cualquiera, en que las plantas se aproximaban al sol con lentitud y paciencia, ¡paciencia que tanta falta nos hace! Un día en que los movimientos del mun¬do eran los de siempre: terremotos, ciudades inundadas, asalto a un banco; nace el bebe más gordo del mundo y el perro más diminuto; se prueba una vacuna contra el cáncer y otra contra el sida. Nada extraordinario hasta ese medio día en que retornaba a casa con uno de esos cólicos y deseos de sentarme ¡ya!, en el bendito reservado...

Nuestros servicios higiénicos están en el segundo piso, y en el primero no contamos sino con el viejo proyecto de también tenerlos. Volvía urgido de la calle y sólo pensaba en esa cosa inventada por los humanos para sentarnos en privado, y hacer... bueno, no sé cómo decirlo, pero era eso: tenía que sentarme urgente mientras me acercaba más y más hasta mi casa. Mentalmente me veía subiendo apurado por las escaleras, que partiendo de la primera planta, me llevarían a la sala del baño, ¡pero qué sufrimiento, Dios mío!... ¡Cuándo llegaré a mi casa!...

Iba en el ómnibus, soportando el dolor más atroz y la necesidad más apremiante que jamás habrá otra igual ni parecida. Cuando trabajaba en el Telégrafo de Lima, el telegrafista Oscar Muñoz que volvía del baño, al sentarse a la máquina de mi costado para seguir descifrando telegramas, me dijo «¡Qué rico es cagar!... ...todo se puede aguantar, menos cagar!». Y ese mi colega añadió que el hambre puede esperar, y que el sexo también puede esperar. Su rostro era de complacencia y reanudó su trabajo, más entonado consigo mismo, satisfecho, como si librándose de la muerte hubiera recibido un nuevo aliento de vida.

El vehículo avanzaba lentamente: se diría que todo confabulaba para aumentar mi martirio. ¡Qué horrible sensación! ¿Cómo describirla? Imposible. Ya era inaplazable el desenlace y la vergüenza. ¿Por qué habría nacido? De existir el infierno, de hecho no ha de ser tan infernal como este deseo perentorio, ...y reprimido.

No sé dónde he leído que algunos tratadistas afirman que no hay mayor placer que defecar... Ay, pero ya no aguanto más... No creo que pueda ni andar con esta tensión álgica y tormentosa, como para bajar en esta esquina y entrar a un restaurante, a una tienda cualquiera, a un mingitorio.,. No, no creo que mis piernas sean capaces de sostenerme.

¿Por qué ha sido creada la vida con esta espantosa experiencia de no poder esperar ni un segundo más?...

¡Ya!... ¡Ya!...
¿Ya qué?

No, no; ya dije que no puedo decirlo... Pero ya... ...ya no aguanto más...

No sé cómo, pero llegué hasta mi casa, andando apenas, como un paralítico que saliera de su silla de ruedas, desencajado por la angustia del imperioso deseo. Con mi desesperación toco la puerta principal: el mundo para mí no existe sino ese cuarto privado, íntimo, acogedor, suavemente perfumado.

Me abren la puerta, y entro atropelladamente y sin hablar, como un loco perseguido por el diablo, aunque con la promesa inmediata del alivio. Abordo las escaleras para el segundo piso... ¡casi no podía subir!

Cuando me faltaba escasos metros para ingresar al baño, uno de mis hijos, saliendo rápidamente de su cuarto, entra al recinto de mis sueños, y ahora el baño se cierra casi en mis narices: era evidente que ignoraba mi premura.

La política, las leyes y reglamentos en la casa, son sagrados: nadie debe apurar a nadie cuando está ocupado, como nadie abre las cartas de nadie, no nadie busca ni rebusca en las cosas de nadie: el respeto personal es lo máximo, como norma supletoria a la carencia de dinero y otras comodidades.

Levanté mi brazo para traer abajo la puerta: para destrozarla irracionalmente, como un jabalí enfurecido...

Más pudieron los principios firmemente establecidos, en esa malvenida costumbre de respetar la intimidad, y no toqué. Mis órganos se aflojaban, como si advirtiesen la cercanía y la inminencia... Sí, la carrera iba a terminar...

Justo a mis espaldas se levantaba la precaria escalera de madera que conducía a la azotea... ¡¡ Ahí hay un water!!...

Pero ya no daba más: el extraordinario esfuerzo de retención había minado de tal manera mi cuerpo, que me sentía incapaz de subir otra escalera. No llegaría a tiempo, además.

Tenía que decidir sin perder un segundo: no me gusta la bacinilla: me vería humillado, más insignificante que un gusano apestoso, doblado en cuatro y con la expresión de chupar un limón. ...¡Sólo me quedaba subir!

Ascendiendo dificultosamente, a media escalera aflojé la correa de mis pantalones, pues ya se abría la pequeña y redonda puerta falsa que todos tenemos: esfínter; nominación diplomática, eufemística, científica... Ah, la ciencia, la ciencia... Recuerdo que cuando llevé a mi hermano con dolores de estómago al hospital, y pregunté a un joven médico qué es lo que tenía mi hermano, el galeno dijo: «Las propiedades organolépticas de los detritus proximales del duodeno, resultan a la endoscopía y anamnesia, la casuística etiológica yatrogénica de la entidad nosológica». Lo que era, traducido al español, significaba que al paciente le dolía la barriga por haber tomado una medicina por otra. Ah, los profesionales jóvenes...

Con las justas llegaba a la terraza abierta al cielo y a decenas de ventanas de edificios circundantes. Me restaba centésimos de segundo, y ya con mis pantalones abajo me dejé caer sobre el water. En el vertiginoso trayecto final, pude levantar para cubrirme, un cuadro grande, recogiéndolo a la volada, con la precisión que envidiaría el más ágil deportista. Era una pintura que había permanecido muchos años en mi Escritorio, pero que de tanto verla, un día se nos ocurrió tirarla a la azotea, y a nadie le importó si se achicharraba bajo el polvo y el sol.

Había pasado el momento más duro y yo me encontraba sentado en mi trono, sosteniendo con ambas manos el gran cuadro, para protegerme de las miradas de las ventanas; y no podía levantarme por varias razones: primero porque no había terminado; segundo, porque aún no me reponía del desgaste físico ni de la presión psicológica; y tercero porque no tenía idea de cómo salir de ahí, si no había tenido tiempo para quitarme el terno, y ridículo como estaba, debía girar el lienzo constantemente, para que no me vean desde los cuatro costados. Parecía un experto camarógrafo que centraba la cámara fotográfica o de cine, con proyección a los edificios, por donde iban asomando los invitados especiales.

Soy un hombre tan impresionable, que no encuentro mejor ayuda que un bello grabado, verde por sus paisajes naturales, con la frescura del río y lugares apacibles, donde paseen vacas o gallinas. Con montañas al fondo o en ambos lados, un rancho acogedor y hermosos árboles. A veces un precipicio, o un angosto sendero que baja desde la cordillera, con algunas llamas y un pastor que madruga... Siempre, siempre, son los tonos de la naturaleza lo que me anima y disipa mis amarguras y mis penas. Más o menos así era este bello dibujo, que suplantado hace un buen tiempo, ahora me servía de escudo protector.

Pues bien, me dispuse a relajarme; a contemplarlo otra vez en su belleza de conjunto, en su armonía de colores, con la seguridad de calmar mis nervios, de alcanzar el sosiego, la tranquilidad de mi espíritu, esa paz interior... ¡¡Pero horror de horrores!!

¡¡Lo que mis manos aprisionaban era sólo el marco, pues la tela ya se había desprendido!!... El marco ancho, todavía conservaba sus distingos barrocos y chispazos de pan de oro, pero así solitario no podía disimular, en tanto que las ventanas se poblaban de curiosos, y para mi mala suerte ese día no había ni un pañuelo tendido.

No sé qué diablos me pasó, pero opté por inmovilizarme al centro del marco, para aparentar una pintura, mientras aumentaban los curiosos. Inmóvil como estaba, alcancé a ver unos prismáticos que me enfocaban, y no tuve otra salida que moverme para cubrir mi vanguardia baja con la camisa.

El gran marco caía cuando le retiraba una mano. En todo caso, «es una pintura movible», pensé para darme ánimo. Abrí desmesuradamente la boca y saqué la lengua como para ahuyentar a las tribunas, y todas las carcajadas del mundo se elevaron para siempre hasta las estrellas.

Sentí frío por la retaguardia, y en el colmo de la imbecilidad se me ocurrió colocar el rectángulo atrás: «Si Dalí pinta con nalgas de mujer, por qué no puede existir una pintura así», pensé, poniéndome otra vez quieto.

Consciente que en esa postura no podía durar mucho, creí que era mucho marco para mostrar apenas un par de melones; y sin embargo la exposición pictórica resultaba un triunfo, por la asistencia masiva de aficionados, que al estilo de un gigantesco coliseo, admiraban, quizá por primera vez, los lienzos virtuales y tridimensionales del arte moderno.

No había ninguna ventana sin cabezas, como en los desfiles o marchas triunfales de ejércitos vencedores. Esperar a que se internen en sus casas, o a que caiga la noche, era demasiado. Y por eso, habiendo cumplido mi faena, tuve que ponerme de pie para el aseo, y los pantalones se me escapaban por el hecho de tener sólo dos manos y sujetar aún el marco.

Me equivoqué al juzgar que el público sería escrupuloso y que se retiraría. No me detuve en considerar, que habiendo agotado las localidades, no se irían hasta el final del espectáculo.

Entonces en el clímax de mis alocadas improvisaciones, no tuve otra idea que agradecer a la distinguida concurrencia, y quitándome el sombrero —aquí me conocen con sombrero—, repartí venias a los cuatro vientos, recibiendo las más estruendosas ovaciones que haya oído en mi vida.

En vista del éxito obtenido, repetí una vez más mis respetuosos saludos de agradecimiento, y nuevamente los palcos y las plateas altas estallaron en aplausos.

Finalmente, adoptando un paso elegante, garboso, lento y acompasado, me dirigí siempre entre aplausos, hacia la escalera, abandonando el escenario.
Raúl Gálvez Cuéllar

jueves, 11 de junio de 2009

MEDIASUELA

MEDIASUELA

Raúl Gálvez Cuéllar


Aunque todos éramos colegas, caras nuevas nomás veía. Más de 200 profesores, sólo de mi colegio, se esparcían entre miles de teachers en esa apoteósica congregación. Era el Día del Maestro.

Estuve sentado en un lugar privilegiado: frente a un inmenso escenario donde alternaban las mejores orquestas de la Capital. Siempre pensé que uno no busca la suerte, sino que ésta lo busca a uno. Cuando tenía dieciocho años y asistí a mi primer banquete en Huaraz, me acomodaron entre dos reinas de belleza: era el Día del Telegrafista, …eso recordaba.

Ahora éramos los maestros sombreados por la flora, en largas y paralelas mesas con límpidos manteles. Bonito era el Recreo de la carretera central.

Nada especial pasaba que no fuera la rutina de conversaciones triviales. Pero se me acaba de ocurrir, ¡cómo es la memoria!, que las personas que buscan las mejores ubicaciones, siempre tienen cara de insatisfechas.
Fue una buena comilona de varias pachamancas. Habían docentes abogados, psicólogos, ingenieros, sociólogos, médicos, periodistas, y de otras profesiones que hubieran querido ser y no lo eran, pero que enseñaban por entusiasmo, ...o por necesidad.

¡Qué deliciosas salieron las humitas!, ...al brillo de esas joyas de fantasía, de aretes, ...y de prendedores prestados...

Hubieron pancas de choclo entre vestidos nuevos, camisas impecables y corbatas de estreno. Res, cerdo y carnero, entre titulados, intitulados y contratados. Camotes y papas para las jóvenes, viejas, feas y simpaticonas... Y para los flacos, porque no creo que exista un maestro gordo. Habas para los administrativos, y pura pepa de rocoto para el ministro que no fue ¡qué iba a ir!, ...hubiera sido el último día de su vida...

Ajíes enteros para los sapos ...de bronce y con la boca abierta. Salsamento encebollado para los «paracaidistas»; gaseosas para reemplazantes y meritorios, vino para las tímidas y recién egresadas; pisco y cerveza para los músicos que siempre comen doble; y en fin, fue una auténtica comilitona donde todos comieron de todo.

Ya era la hora en que faltaban los cigarrillos; en que los manteles lucían manchas multicolores y rajas de cebolla: en que los «salud colega» habían inscrito para siempre innumerables amistades; y en la que ustedes son libres de agregar por propia experiencia lo que a veces sucede.
Subí a bailar con una bella colega a quien no conocía. Tocaban una música combinada y frenética. Inexplicablemente éramos la única pareja en esa pieza, y pronto todo el mundo expectaba ese movido ritmo, como si se tratara de algo extraordinario.

Estoy lejos de ser buen bailarín, pero los tragos me soltaron,... ¡y mis zapatos!... Un zapatero remendón había hecho una mediasuela tan horrible, que los clavos en mis zapatos sobresalían groseramente. Al tratar de arreglarlos empeoré la cosa, y quedaron resbaladizos. Pero como la Recepción era en un sitio campestre, no me preocupé... hasta que caí como una talega.

Con la rapidez que aún conservaba, levanté mi cuerpo, y ¡zas! otra vez al suelo. En el dolor y la cólera recordé al zapatero... y a su familia. Mas tenía que seguir danzando y nuevamente me erguí a increíble velocidad. Tomé de la mano a mi acompañante y zas, zas, zas, ...parecían porrazos a máquina. En algunos momentos le dije «jálame por favor», mientras continuaba cayendo siempre contra mi voluntad... y contra el piso encerado. ¡Qué tales sentadas! Con decirles que hasta hoy me duele el trasero,... pero no por otras causas...

Cuando le supliqué que me jalara, era porque no podía alzarme por mis propios medios: me desplomaba tan escandalosa y espectacularmente, que sólo con ayuda podía enderezarme. Entonces mi colega no pudo portarse mejor, pues se acostumbró a arrancarme del piso, con precisos estirones que yo complementaba con leves impulsos. Me dolían los codos, las muñecas, y hasta de cabeza aterrizaba en esa desordenada catarata de figuras musicales... ¡zas! ¡zas! ¡zas!... Era un muñeco porfiado, loco de repente, porque no podía mantenerme ni un segundo en pie sin resbalar, aunque al toque regresaba a la posición vertical.

Toda la pieza fue una sucesión de ridículos y variados batacazos, hilvanados por el delirio de la música y el frenesí general. Hasta que la orquesta alcanzó al silencio.

Una avalancha de maestros hicieron cola para congratularnos:

—¡Nunca en mi vida he visto bailar mejor! —dijo un maestro serio.

—¿Ustedes son campeones de baile? —interrogó una profe con lentes.

—¿Cuánto tiempo llevan de casados? —preguntó otra colega con la habilidad de las que todo lo quieren saber, ...y lo saben.

—¿Tiene su academia de danzas? —consultaron tres jóvenes que tenían en el rostro sus flamantes Títulos.

Por favor deme su dirección, —dijo una profe de avanzada edad—: quiero que mi hijo lo conozca.
—Este año la celebración del día del maestro ha sido diferente. Así es cuando hay buena organización, —alcancé a oír de una viejita que no se acercó, y a quien todo le apestaba.

—¿Dónde aprendió esos pasos? —inquirió un joven colega—: ¿cómo puedo hacer esos movimientos? —concluyó.

¡Qué bien se comprenden! —exclamó otra profe que parecía de Huancayo—: se ve que tienen muchos años ensayando juntos, —añadió.

—¡Qué guardadito que lo tenía! —dijo una colega de mi colegio.

Vea profesor, le ruego que se acerque al ministerio. Necesitamos un maestro de baile como usted, —dijo un burócrata con modulaciones oficiales—: pégueme un telefonazo —finalizó con gestos administrativos, dándome su tarjeta.

Llovían las felicitaciones. Y me dolía todo el cuerpo.