Fue el mismo día en que llegué a Cajamarca, donde Francisco Pizarro ordenó ejecutar al último Monarca del Imperio de los Incas.
Fui destacado a trabajar como telegrafista del Estado, a esa ciudad de añejas y amplias casonas, donde flota el misterio de tantos episodios entre los incas y la aventura de los españoles.
Mucho había oído hablar de los muertos que resucitaban, y que en la soledad de las noches, acosaban a los campesinos. Había escuchado relatos sobre cadáveres salidos de sus tumbas; y que del subsuelo subían ruídos de cadenas hasta que la gente enloquecía de terror.
Incrédulas sonrisas ensayaban mis labios cuando me contaban esas historias, que yo atribuía a la ignorancia y estupidez. En vano mis colegas se afanaban en narrarme, justo el día de mi llegada, tan insólitas experiencias y combates singulares entre seres de este mundo y del otro, puesto que nada me haría pensar que sería protagonista de tan extraños sucesos.
II
Era de noche y me encontraba solo en una inmensa casa, de la cual me tocaba ocupar un cuarto con puerta a la calle. Remplazaba al telegrafista Ricardo Bado, a quien trasladaron a Trujillo, y tuvo la cortesía de trasladarme el alquiler. Como el servicio de agua estaba muy distante, había cual centilena en la cabecera de mi cama, un rústico palanganero de hotelucho, que sostenía una desportillada cofaina, con su jabonera y su toalla colgante, mientras una jarra con agua descansaba en su parte inferior. Antes de acostarme tranqué la puerta con un tronco de eucalipto que ahí mismo encontré, porque esa sería su función.
Cansado por los ajetreos del viaje y por esas cosas que nos distraen siempre que llegamos a sitios desconocidos, me desplomé en el catre de fierro, cuyas patas se hundían en el piso de tierra. Ingresé a las profundidades del sueño fisiológico, que nadie sabe por qué designios existe.
Habrían pasado dos o tres horas, o sería media noche, cuando de súbito desperté, sobresaltado por extraños sonidos. A medida que tomaba conciencia, recordaba que ese día había viajado largo; y que tramontando “El Gavilán”, ya estaba en Cajamarca: ¡Oh Cajamarca, ciudad de las leyendas!.
Pero he aquí … ¿y estos ruídos?... Se oía, en el hondo silencio de la noche, el claro e inconfundible chapotear del agua, ¡¡en mi cabecera!!, ¡¡en el lavatorio situado a centímetros de mi cama!! …¿Qué?...
¿Quién se está lavando aquí a estas horas, a oscuras? No hay duda. No puede haberla: alguien se lava en la cofaina, ¿pero quién?... Ah, será un sueño de esos que parecen reales y que me transportaban a otras realidades… pero no, no puede ser eso porque ahora siento un miedo humano. Lo que pasa es que me han contado tantas rarezas, que estoy sugestionado. ¿Fantasmas? ¡jamás creí en eso! ...Pero entonces…
Paralelamente a mis razonamientos afiebrados, continuaba el nítido chapaleo, como para dar fe a la tétrica realidad. Me pellizqué hasta sangrar.
Temblada desde la punta de los pies hasta el último pelo de mi cabeza. Finalmente y ante la evidencia de los hechos, descarté definitivamente la hipótesis del sueño, y decidí enfrentarme a la estremecedora verdad.
Hasta ese momento había permanecido totalmente cubierto con las frazadas, debido al intenso frío. Más armándome de valor, y ya fuese quien fuese, -me dije-, trataré de verlo... Y apartaba de mis ojos la ropa de cama, muy lentamente, a la velocidad de las sombras solares… Mi curiosidad desembocó en un horrible salto: mi cara recibió un chorro de agua helada… Como si me dijeran: -¿qué miras, desgraciado ser de los vivos?.
Para qué decirles que a partir de entonces tuve el pánico más horripilante que se pueda imaginar: mi temblor se hizo convulsión epiléptica e impía. Me era imposible dudar porque el líquido helado me dejaba absolutamente despierto. Instintivamente volví a cubrir mi rostro, mientras escuchaba, con horror creciente, que el “muerto” seguía lavándose las manos, la cara, sus brazos tal vez.
Cada segundo era una eternidad, y mi visitante no terminaba de lavarse; continuaba el lacerante chacoloteo. Pero ¡qué manera de asearse! ¡y a estas horas! El ruido inmisericorde y desarticulado taladraba mi cerebro esa noche espantosa.
¿Por qué no cesaba tan torturante circunstancia?, sea quien fuera, ¿por qué no acababa de una vez?... Pero acabar ¡¿qué?!... Esto es absurdo: absurdo y cierto. Estoy ante un fenómeno sobrenatural. ¿Será el Inca Atahualpa?...
Tras enfermizas reflexiones llegué a la conclusión de considerar verídicas las historias de resucitados, y nada era más cuerdo, si aquí mismo se refrescaba el espectro de un indio o de un soldado español.
Asperjado todavía, me sentía humillado por la insolencia del espantajo; cuando de pronto me acordé que en Cajamarca era la temporada de carnavales en que predomina el juego con agua. Entonces creí que lo más atinado era, como una cortesía de mi parte, levantarme, coger la jarra con agua, y ¡zas!... bañar al fantasma, correspondiendo así su invitación a los festejos carnavalescos.
Y calculando la distancia hacia la jarra, extendí mi brazo en la oscuridad, pero fui sujetado a la altura de la muñeca, por una mano que parecía de fierro (y helada), al mismo tiempo que recibía en mi nuca un leve rocío. Logré zafar, y enterado de la puntería de mi compañero de juego, atrapé la jarra cuando otra suave lluvia chicoteaba mi cuello. Fácil era presumir que mi “contrincante o amigo” tenía el lavatorio, puesto que yo tenía la jarra. Y también que no era su intención empaparme, sino entretenerme, lanzándome certeras gotas. Seguí su ritmo, salpicándolo con mi derecha, y sosteniendo la jarra con la izquierda. Simultáneamente debía evitar ser alcanzado; y entonces iniciamos una danza macabra en el oscuro, a los acordes de débiles chirridos que articulaba el fantasmagórico. El sonido era tan extraño que no puedo describir, pero si afirmar que no eran de este mundo.
Queridos lectores, ustedes al leer estas líneas, posiblemente están cómodamente instalados; pero otra cosa es haber estado en el mismo escenario de los hechos. Yo tenía que correr para no ser rociado con la precisión de un ser invisible, y que tenía la ventaja de ver en la noche; y no tenía otra alternativa que saltar como un arlequín desaforado, tropezando con lo que había, resbalando una y otra vez en el charco tenebroso, enredándome con mi propia ropa que caía de los clavazos afianzados en viejos troncones.
Desde la más ridícula posición (y orientado siempre por la rara sinfonía), lancé resueltamente el agua que me restaba. Y entre colérico, asustado y satisfecho de tanto disparate, volví a mi cama.
Ya no se oía el ruído de ultratumba, pero cuántas cosas imaginé esa noche!: ah, cuando amanezca, empezaré la tarea de desenterrar el Tesoro del Inca, ¿Cuántos días emplearé?, ¿semanas?, ¿meses? ¿Avisaré a mis colegadas del Telégrafo? ¿Lo hago en secreto?.... Y si no hay nada, me tildarán de ambicioso, iluso, y mentiroso. Sería la vergüenza y el hazmerreír… Creyéndome loco, me regresarían a Lima para internarme en el Larco Herrera.
Y perdido en turbulentes proyectos, retomé el sueño.
V.
Con los primeros rayos del sol cajamarquino desperté en la mañana. A las ocho horas empezaba mi turno en el circuito con Lima, y el Correo estaba a la vuelta de la esquina. Lo primero que recordé fue la noche de horror. Tenía tiempo para pensar, durante del desayuno, lo que haría respecto del tesoro. El terreno no parecía duro, y vi mentalmente a un grupo de lugareños, bajo anchos sombreros de paja, cavando pico en mano… Innumerables piezas de oro puro, de incalculable valor, máscaras, brazaletes, pendientes, variedad de joyas preciosas que darían envidia al hombre más rico del mundo… Yo, naturalmente, dirigía las operaciones y ordenaba el tesoro. Mi dinero en los bancos de Suiza me permitiría viajar por la más bellas y exóticas ciudades.
Pero de mi pensamiento a la realidad no había ni un paso: en el lavatorio vi … un pericote ahogado.
«Escrito en Cajamarca, en 1954, antes de cumplir mis 20 años, y que originó mi frase "Un pericote me hizo escritor"».
R.G.C.
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