lunes, 22 de junio de 2009

Fotos del Día del Padre



El poeta Raúl Gálvez Cuéllar, con la alegría en el rostro por los momentos gratos que disfrutó el día de ayer, celebrando en familia el Día del Padre.

jueves, 11 de junio de 2009

MEDIASUELA

MEDIASUELA

Raúl Gálvez Cuéllar


Aunque todos éramos colegas, caras nuevas nomás veía. Más de 200 profesores, sólo de mi colegio, se esparcían entre miles de teachers en esa apoteósica congregación. Era el Día del Maestro.

Estuve sentado en un lugar privilegiado: frente a un inmenso escenario donde alternaban las mejores orquestas de la Capital. Siempre pensé que uno no busca la suerte, sino que ésta lo busca a uno. Cuando tenía dieciocho años y asistí a mi primer banquete en Huaraz, me acomodaron entre dos reinas de belleza: era el Día del Telegrafista, …eso recordaba.

Ahora éramos los maestros sombreados por la flora, en largas y paralelas mesas con límpidos manteles. Bonito era el Recreo de la carretera central.

Nada especial pasaba que no fuera la rutina de conversaciones triviales. Pero se me acaba de ocurrir, ¡cómo es la memoria!, que las personas que buscan las mejores ubicaciones, siempre tienen cara de insatisfechas.
Fue una buena comilona de varias pachamancas. Habían docentes abogados, psicólogos, ingenieros, sociólogos, médicos, periodistas, y de otras profesiones que hubieran querido ser y no lo eran, pero que enseñaban por entusiasmo, ...o por necesidad.

¡Qué deliciosas salieron las humitas!, ...al brillo de esas joyas de fantasía, de aretes, ...y de prendedores prestados...

Hubieron pancas de choclo entre vestidos nuevos, camisas impecables y corbatas de estreno. Res, cerdo y carnero, entre titulados, intitulados y contratados. Camotes y papas para las jóvenes, viejas, feas y simpaticonas... Y para los flacos, porque no creo que exista un maestro gordo. Habas para los administrativos, y pura pepa de rocoto para el ministro que no fue ¡qué iba a ir!, ...hubiera sido el último día de su vida...

Ajíes enteros para los sapos ...de bronce y con la boca abierta. Salsamento encebollado para los «paracaidistas»; gaseosas para reemplazantes y meritorios, vino para las tímidas y recién egresadas; pisco y cerveza para los músicos que siempre comen doble; y en fin, fue una auténtica comilitona donde todos comieron de todo.

Ya era la hora en que faltaban los cigarrillos; en que los manteles lucían manchas multicolores y rajas de cebolla: en que los «salud colega» habían inscrito para siempre innumerables amistades; y en la que ustedes son libres de agregar por propia experiencia lo que a veces sucede.
Subí a bailar con una bella colega a quien no conocía. Tocaban una música combinada y frenética. Inexplicablemente éramos la única pareja en esa pieza, y pronto todo el mundo expectaba ese movido ritmo, como si se tratara de algo extraordinario.

Estoy lejos de ser buen bailarín, pero los tragos me soltaron,... ¡y mis zapatos!... Un zapatero remendón había hecho una mediasuela tan horrible, que los clavos en mis zapatos sobresalían groseramente. Al tratar de arreglarlos empeoré la cosa, y quedaron resbaladizos. Pero como la Recepción era en un sitio campestre, no me preocupé... hasta que caí como una talega.

Con la rapidez que aún conservaba, levanté mi cuerpo, y ¡zas! otra vez al suelo. En el dolor y la cólera recordé al zapatero... y a su familia. Mas tenía que seguir danzando y nuevamente me erguí a increíble velocidad. Tomé de la mano a mi acompañante y zas, zas, zas, ...parecían porrazos a máquina. En algunos momentos le dije «jálame por favor», mientras continuaba cayendo siempre contra mi voluntad... y contra el piso encerado. ¡Qué tales sentadas! Con decirles que hasta hoy me duele el trasero,... pero no por otras causas...

Cuando le supliqué que me jalara, era porque no podía alzarme por mis propios medios: me desplomaba tan escandalosa y espectacularmente, que sólo con ayuda podía enderezarme. Entonces mi colega no pudo portarse mejor, pues se acostumbró a arrancarme del piso, con precisos estirones que yo complementaba con leves impulsos. Me dolían los codos, las muñecas, y hasta de cabeza aterrizaba en esa desordenada catarata de figuras musicales... ¡zas! ¡zas! ¡zas!... Era un muñeco porfiado, loco de repente, porque no podía mantenerme ni un segundo en pie sin resbalar, aunque al toque regresaba a la posición vertical.

Toda la pieza fue una sucesión de ridículos y variados batacazos, hilvanados por el delirio de la música y el frenesí general. Hasta que la orquesta alcanzó al silencio.

Una avalancha de maestros hicieron cola para congratularnos:

—¡Nunca en mi vida he visto bailar mejor! —dijo un maestro serio.

—¿Ustedes son campeones de baile? —interrogó una profe con lentes.

—¿Cuánto tiempo llevan de casados? —preguntó otra colega con la habilidad de las que todo lo quieren saber, ...y lo saben.

—¿Tiene su academia de danzas? —consultaron tres jóvenes que tenían en el rostro sus flamantes Títulos.

Por favor deme su dirección, —dijo una profe de avanzada edad—: quiero que mi hijo lo conozca.
—Este año la celebración del día del maestro ha sido diferente. Así es cuando hay buena organización, —alcancé a oír de una viejita que no se acercó, y a quien todo le apestaba.

—¿Dónde aprendió esos pasos? —inquirió un joven colega—: ¿cómo puedo hacer esos movimientos? —concluyó.

¡Qué bien se comprenden! —exclamó otra profe que parecía de Huancayo—: se ve que tienen muchos años ensayando juntos, —añadió.

—¡Qué guardadito que lo tenía! —dijo una colega de mi colegio.

Vea profesor, le ruego que se acerque al ministerio. Necesitamos un maestro de baile como usted, —dijo un burócrata con modulaciones oficiales—: pégueme un telefonazo —finalizó con gestos administrativos, dándome su tarjeta.

Llovían las felicitaciones. Y me dolía todo el cuerpo.